LILLA STJÄRNA, STORA SVERIGE

Jag ber er snälla, snälla, snälla, snällastanna kvar hos mig för jag behöver ju dig… Durante un paseo por Estocolmo se puede llegar a pensar que la naturaleza podría ser bicolor en todos sus matices. Tan sólo el verde oscuro de la hierba y de las algas, y el azul del cielo gélido y las aguas […]
Publicado el día 03 de diciembre de 2020
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LILLA STJÄRNA, STORA SVERIGE


Jag ber er snälla, snälla, snälla, snälla
stanna kvar hos mig för jag behöver ju dig…


Durante un paseo por Estocolmo se puede llegar a pensar que la naturaleza podría ser bicolor en todos sus matices. Tan sólo el verde oscuro de la hierba y de las algas, y el azul del cielo gélido y las aguas del norte. Entonces uno comprende porque se les llaman “colores fríos”. Aunque también, en el duro invierno, con las placas de nieve y las noches interminables, Suecia podría asimilarse a un país en blanco y negro.

Catorce islas, más de cincuenta puentes, viviendas señoriales y sostenibles, Estocolmo a priori podría juzgarse como una ciudad archipiélago idílica. El alma de la ciudad es la piedra de Gamla Stan, ocre y maciza, sobre la cual el palacio real y el parlamento se posan como bloques adheridos a la tierra para resistir el tan hosco clima nórdico. En otra isla, apartado del resto, destaca el ayuntamiento rectilíneo, a semejanza de las fortalezas primitivas, faro en la costa cuando el frío transforma en hielo los brazos de mar que definen a las islas. Conociendo que es una ciudad que apenas se ilumina y no luce sus monumentos, en Estocolmo las costras de hielo, el frío subyugante, las ventiscas y las nieves eternas minan los atuendos o mimos que la capital sueca se hace a su estampa.

Esta áspera capa externa es un escudo férreo, pero como una fruta cálida escarchada, Estocolmo manifiesta sus diferentes aptitudes en su caleidoscopio interior. Desde el Vasastadem bullicioso, el Sôdermalm bohemio o Djurgården, una idílica isla donde yacer en los días de verano, son sólo ejemplos. Pero la tangente sueca para luchar contra los elementos no ha sido sino la generosa inventiva, la recreación plástica-práctica de colores y el sofisticado gusto por el diseño sensorial. Suecia ha sabido exportar su idea de diseño y su idea de melodía con un acierto pasmoso. Más allá de manuales tochos, el país nórdico parece demostrar que las ideas elegantes, sencillas y armoniosas aportan también felicidad al ser humano. 


 

Estocolmo

   


Este año, según lo anunciado, se inaugura el deseado ABBA The Museum. Ese reconocimiento, cultural, turístico y de negocios a uno de los iconos suecos más extendidos es más que el hecho de un museo. Desde su nacimiento, ABBA dio forma a lo que sería la variante sueca del schlager. La melodía brillante, los coros pulcros, aquellos toques de piano, el marcado cambio que sube el tono antes del estribillo final… toda una amalgama de sonidos que desembocan en una estela, que sea cual sea la letra, siempre parece paradójicamente feliz. En 1992 se editó su ya famoso ABBA GOLD, una colección que se llegó a definir como el perfecto manual de melodías. Y siete años después, casi a fin de siglo y con la excusa de su 25ª victoria en Eurovisión, se volvió a lanzar el recopilatorio. Esta vez contó con una repercusión mediática y eurovisiva mucho más intensa y sobretodo más duradera. Tanto que desde la victoria de Charlotte Nilson, salvo excepciones, el aspecto más schlager y divertido del sonido de ABBA se expandió en las preselecciones suecas durante muchos años.

A veces hasta parece que sólo existe una sola Suecia. La Suecia de sonido impecable, entre la fiesta refinada y el estribillo evidente. La Suecia hedonista, de música fácil y pegadiza que sonaría en todas las fiestas de todas las discotecas de todos los países y que corona al país nórdico como el tercer país más exportador de música. La Suecia radiante, la industria musical salpicada de divas de perfecto perfil nórdico y cantantes de diseño y gomina, la maquinaria que mantiene un sentido fastuoso de espectáculo, tiempos y melodías. La otra cara de esta Suecia es la hogareña, la familiar que busca distraerse de las interminables y gélidas noches de invierno frente a la pantalla del televisor, disfrutando de la Suecia que ha sabido como nadie construir sobre las mudables aristas del entretenimiento y del ocio una industria inocua y exportable, fabricando moldes que son capaces de encontrar su hueco en oidos y en todos los mercados.
Sin embargo también existen otras muchas Suecia, sin ese brillo lleno de color de lentejuelas que inunde los pentagramas. Está la Suecia rural y de raíces, arropada de sonidos folk con cuerdas y flautas, que coquetea a veces con su tradición coral y urbana, y otras con el jazz. Y está la Suecia electrónica, pop, chill out, näif e indie, que se abre al mundo como una base rebosante de ideas, donde todo sueco con ordenador e ideas lanza canciones con matiz de éxito, con un aire de pop elegante, luminoso y versátil.

Durante aquel viaje a Estocolmo, la noche del sábado asistí a un concierto de Lena Philipsson y Orup en el China Theater. Un espectáculo de música, diálogos y humor. Casi a mitad, Lena Philipsson interpretó su Det gör ont vestida de enfermera de la Belle Epoque, esbelta, prominente y desenfadada. El público que abarrotaba los asientos de aquel clásico teatro se ceñía sobretodo a familias de padres mayores con hijos en la treintenta, o matrimonios pasados los cuarenta, con canas y pómulos sonrojados vestidos ellos con esmokin y ellas, conservando a duras penas el moreno de sus últimas vacaciones, con trajes elegantes. En España una estética tan elegante y una edad media tan elevada sólo podría disimular ser público de una ópera, en ningún caso por el espectáculo de dos estrellas maduras del pop nacional. Aún más sorprendente cuando aquellos hombres y mujeres, tan serios, tan adultos y tan vestidos de gala, durante el descanso del concierto participaban en el vestíbulo del teatro en un karaoke con canciones de los protagonistas de la obra. Quizás fuera otro guiño social que los suecos hacían a la música, otro regodeo orgulloso a la importancia que esta arte ejerce en ellos y cómo dicha querencia y cultura musical vertebra el lado más social y extrovertido de los suecos.


 
 

Lena Ph & Orup

 

 

La música y todo lo que alrededor de ella se acerca por su imán ocupa un lugar relevante en Suecia, por su motor social y el latido vital que genera. Con tantas pocas horas de luz y un clima tan adverso, la cultura es una de las vías de escape más individual y fácil que se puede encontrar en Suecia. Y un ejemplo de la cultura de masas seria el propio Melodifestivalen, considerado como algo propio y genuino, aunque algunos sectores lo tachen de poco serio y mero espectáculo para el entretenimiento del pueblo. Quizás todo el mundo lo critique pero cierto es que nadie puede dejar de verlo. Quizás porque saben que esa paleta musical pone color durante los meses invernales previos, monótonos y fríos.
Tal devoción íntima hacia la música, se me plasmó mientras visitaba una conocida tienda de música en Sergelstorg, juntos a los bajos de la Kulturhuset. Un padre apareció con dos hijos pequeños para comprar el DVD del Melodifestivalen 2007, ya a la venta, y aquella estampa se me antojó de una ternura envidiable, con sólo imaginarme toda la familia reunida para disfrutar de horas de Melodifestivalen. Antes, en los apartados de Svensk musik y Top Charts, había comprobado como los sencillos de Marie Lindberg y The Ark encabezaban las listas, además del obligatorio por turístico apartado especial sobre ABBA, con todo el material posible e imaginable sobre los seguidores de aquellos virtuosos.

Uno de mis suecos más admirados, Ingmar Bergman, retrató como nadie a un país nórdico en los antípodas del Melodifestivalen, a una Suecia luterana, enferma y expansionista, a la vez que a la Suecia rural e bucólica, de los días de verano y recuerdos encasquillados que acaban por amargarse. Desconozco qué opinión tendría del Melodifestivalen, quizás lo catalogaría como puro entretenimiento, pero me volví acordar de él este año. Estoy seguro que le hubiera agradado Caroline Af Ugglas. Cuando la vi en el escenario, me trajo a la Suecia más profunda, la más oriunda y menos postiza. Ella, sueca de pro con el cabello suelto y falda recortada, se retrataba en el escenario como una mujer rota, casi huida de las casas de campo, con las botas celestonas para caminar por los fangos de una tierra siempre encharcada. Alta, como una torre impenetrable, pero una voz opaca, quebradiza implorando que se quede con ella. Al final snälla snälla no ganó, pero su apuesta dejó patente que existen más Suecias de las que imaginamos. Y que en un país en el que la música, la cultura, no es una mera estampa o una pura distracción política, sino que emerge como columna económica, social y espiritual de todo un país, apenas podría ser de otra forma.


 

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