SEMIFINAL DOS: RUIDOS, NUECES Y CANGUROS

Entenderá el lector que el comentario de la segunda semifinal sea más breve que el de la primera. No por hastío, válgame. Simplemente, a nadie se le escapa que escoger diez finalistas entre tal repertorio ha debido de ser harto complicado para el respetable. No obstante, presentimos que la competencia por hacerse con los últimos […]
Publicado el día 03 de diciembre de 2020
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SEMIFINAL DOS: RUIDOS, NUECES Y CANGUROS

Entenderá el lector que el comentario de la segunda semifinal sea más breve que el de la primera. No por hastío, válgame. Simplemente, a nadie se le escapa que escoger diez finalistas entre tal repertorio ha debido de ser harto complicado para el respetable.

No obstante, presentimos que la competencia por hacerse con los últimos pasaportes para la final ha debido de ser fuerte dentro del nutrido grupo de semifinalistas que traían a la segunda noche de Copenhague apuestas menores y que se han visto obligados a tirar de espectáculo.

Con la misma autoridad con la que ha pasado el bielorruso, podrían haberse colado los irlandeses, al tiempo que la macedonia habría podido robarle la silla a la eslovena en un cambalache igual de razonado y aquí nadie habría dicho nada. Y es que de esta semifinal han salido algunos de los que ocuparán los últimos puestos el sábado.

Ante rivales como el áspero tema lituano o la incomprendida apuesta de Georgia –y digamos incomprendida teniendo fe en que al menos un solo ciudadano en el mundo, el autor, tenía claro de qué iba todo eso y el problema ha sido de comunicación y no una descarada ausencia de orden o concierto-, representantes como el pedorrillo dúo rumano o los siempre marrulleros griegos solo han tenido que esforzarse un poquito para llevar sus colores a la final. Justo lo que no ha hecho Mei Finegold, que se vuelve a la Tierra Prometida sin haber mostrado sus capacidades a los europeos.

Así, candidaturas agradables como la suiza o uniformes como la finlandesa han tenido espacio para conquistar su pase sin molestar a nadie en una noche con mucho ruido y una nuez: la de Conchita Wurst, una señora que pasea con tal naturalidad su barba que estrella contra sus propios complejos a las gentes de bien, obligándoles a experimentar morbo y rechazo, dos actitudes muy poco cristianas. ¡Qué pensarán de nosotros los australianos, tan majos ellos, cuando vean que hasta las polacas enseñan pechuga en televisión!

Porque, eso sí, los australianos son para comérselos. Tanto han aprendido durante estos años de alucinante lealtad que su primera (postiza) representante, Jessica Mauboy, ha realizado una actuación de doce, como la redonda canción de Malta y las voces de Firelight.

Con todo, lo de hoy ha sido un paseo para Noruega. Quizás para dar la impresión de que se jugaba algo, el bueno de Carl ha amagado con fallar alguna nota de su Silent Storm. Viéndole cantar en ese registro tan compungido un tema tan bello, uno no podía parar de pensar en que su aspecto de jefe de local de tatuajes no hace más que aumentar la controversia: si la vida es una tómbola, Eurovisión es un carnaval. 

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