PREJUICIOS PEQUEÑITOS

El año pasado, en un visita que hice en São Paulo a un amigo brasileño, le grabé un CD de audio con una colección de canciones suecas, seleccionadas tanto de Eurovisión como del Melodifestivalen. Desde lo más rítmico y optimista hasta el sonido más intimista y pausado, sabía que le gustaría porque es una música con unas costuras fáciles de escuchar más allá de cualquier frontera. La canción que abría el CD era Hero de Charlotte Nilsson, una melodía, pegadiza y alegre, que le gustó mucho, aunque viniera no sólo de una cantante desconocida, sino ya de un país del que ignoraba músicas que no fueran de ABBA.
A los meses, me contó, había decidido usar el vídeo de Hero en unas clases de Educación Sexual en São Paulo, de las cuales él es formador especialista. Antes de proyectar el vídeo, anunciaba que se trataba de una transexual muy conocida en Suecia. Los asistentes se quedaban sorprendidos, no porque pusieran en duda la transexualidad de Charlotte, es más, lo daban por cierto, sino por los óptimos resultados alcanzados por Charlotte en ese hipotético cambio de sexo. Después de visionar el vídeo, les anunciaba que efectivamente no era transexual y les invitaba a participar en «¿por qué habéis creído sin dudar que se trataba de una transexual?, etc.», desmadejando los complicados hilos de las apariencias, los prejuicios y los preconceptos.
Quién ha estudiado los prejuicios sabe que quien los padece no es quién «lo es» sino quien «lo parece». Así, por ejemplo, basta que alguien sea afeminado para ser atacado por prejuicios homófobos, más allá de que realmente sea o no homosexual, siendo el hecho de «ser» lo menos importante. Y estos prejuicios también tienen un componente sociocultural de interpretación: ni todos los andaluces con gracejo son gays por parecer amanerados ni todas las chicas vascas con pelo corto son lesbianas, ¡de nuevo nos topamos con los prejuicios!
En un nivel sin duda más lúdico y también en otro campo, como es el festival, Eurovisión y todo lo que tiñe parece ser carne de sacrificio en los altares de los prejuicios, sólo por lo que puede parecer y no por lo que realmente es. Innúmeras veces se ha matizado a la baja la opinión de una canción tras haberla escuchado cuando se ha añadido la información de que participó en el festival. Que algo sea eurovisivo lo convierte en una cosa supérflua, facilona y carente de fortaleza artística. Y este prejuicio lo padecen los artistas que se atreven a ir a Eurovisión, pese a las tímidas iniciativas en contra que no consiguen modificar esta visión. Quizás también sea algo intrínseco a un festival de música: la canción ganadora no tiene por qué ser necesariamente buena, sólo tiene que convencer. Y cuando un festival traspasa la tibia frontera del espectáculo… ¿qué importa entonces la música?
Estos prejuicios que zarandean a Eurovisión vienen de todas partes y en todos los sentidos, también desde los propios seguidores del festival. No hay duda que muchos seguidores del festival, al zafarse en discusiones, se creen propietarios y únicos poseedores de lo que debe ser y no debe ser el festival. En ese sentido se levantaban muchas críticas contra Lena, la última ganadora: cómo esa niñata, que está bien para bailotear en un bar, se atreve a ganar Eurovisión, «mi festival». Cómo es que esa niña, carente de la presencia de señora que debe tener, le ha arrebatado la victoria a esa pléyade de divas que con uñas luchaban por el trofeo. Ha sido también una legión quienes vieron en Hera Björk a una digna sucesora de esa estirpe divina de los escenarios eurovisivos y que maldicen que esa cría le hiciera sombra a los pasos majestuosos de la islandesa. Hera Björk consiguió un tercer puesto en su semifinal, y ya muchos la dieron por posible ganadora, porque «vaya, es la típica eurovisiva». Ese concepto tan manido llega a calar como criterio de lo que se puede esperar y lo que no del propio festival. Y esa misma idea se repetía por ejemplo tras la victoria de Lordi, que trajo a la estela eurovisiva a nuevos seguidores más cercanos al rock y heavy metal.
Estos prejuicios, de igual forma que los sociales, lastran los avances de una sociedad y dificultan un debate más sereno y diverso, en este caso, sobre el festival de Eurovisión. Ni las divas tienen que ganar siempre por el simple hecho de serlo, ni el festival se tiene por qué haber endurecido musicalmente por la victoria de un grupo de hard rock.
Defendía Oscar Wilde que «la opinión pública es un intento de organizar la ignorancia de la gente.» Cuánto de ignorancia tienen los prejuicios hacia Eurovisión sería un asunto interesante, sobretodo por el componente de obviedad. Dentro de la supuesta comunidad eurovisiva, donde se supone mayor conocimiento, se debería dar por sentado que «todo es posible» para la victoria, y que eso es ya una realidad. Pero que muchos seguidores estén en el fondo dispuestos a aceptar y respetar que sea posible… es aún un desafío.
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