SUDÁFRICA EUROVISIVA

Las competiciones raramente ven pasar los años sin mutaciones, si aún hay margen para crecer y sobretodo si la disputa genera grandes beneficios. Las competiciones internacionales se espolean desde los colores nacionales, con un enfoque económicamente acertado. ¿Quién podría no sentirse identificado cuando se trata a una selección con el nombre del país? España, campeona mundial de baloncesto, España campeón de la Eurocopa. ¡España, España…! Desde los sillones de la mercadotecncia conocen bien esto y engrandecen las identificaciones.
Seguro es que estas competiciones evolucionan mientras se puedan incrementar las audiencias y los ingresos. ¿Acaso no ha pasado ya con Eurovisión? Un Mundial del Fútbol, monopolizado por Europa y América Latina durante décadas, no puede quedar así habiendo todo un mundo de ingresos, en todos los sentidos. Las competiciones de fútbol celebradas en EE.UU. y Japón/Corea no fueron fortuitas, sino intencionadas para azuzar su popularización, con el objetivo de captar a las audiencias y atraer a patrocinadores. Y poco a poco, vamos contemplando los resultados. Francia e Italia, en una situación vergonzosa y ridícula, ya han caido en la primera ronda. Pasan EE.UU. y Japón. La primera de ellas, primera de grupo, por encima de Inglaterra, que pasó con una ráfaga de suerte. Y Portugal de vez en cuando brilla, como la eterna promesa.
No soy gran seguidor del fútbol, más bien lo miro desde la distancia y la reticencia. Me indignan las cantidades de dinero que mueve un deporte el cual, pensado friamente, se restringe a un grupo de personas golpeando un balón. Y me ofende que se critique el dinero que RTVE invierte en Eurovisión y nadie levante la voz contra lo que cuesta un Mundial de Fútbol, ya sea contando el avión, las noches de hoteles y las primas por jugador. El fútbol mueve millones y remedando a Karl Marx, en el fondo se trata del actual «opio del pueblo». Estadios de última generación, especulación de patrimonios, maletines con dinero, fichajes astronómicos, derechos de imagen, presidentes de clubs con gomina y rancio abolengo. Sin duda, el mundo del fútbol va más allá del césped.
Quizás por ello, mis intereses futbolísticos se restringen a seguir el rastro a las aventuras del Xerez CD (seguro que el próximo año de nuevo en Primera) y de la selección española en estos eventos internacionales. En el fondo me fascina ver la influencia que tiene en la sociedad. Se detienen los horarios, se condicionan las reuniones. El tema de conversación en las paradas de autobuses en España pasan a ser los partidos, los jugadores, las jugadas fallidas y las que acabaron en gol. La vida se ralentiza cuando juega España, los medios se vuelven monotemáticos, exprimiendo fechas y acontecimientos que periodisticamente no dan más de sí.
Mentiría si no pensase que me gustaría mucho que lo mismo sucediese no ya con Eurovisión, sino con la música en general, ya que considero que la música es «más cultura» que el deporte. El mismo interés y el mismo entusiasmo, los mismos temas de conversación. «Oye, ¿y has oído ya la nueva canción de Lena?«, «¿sabías que Tom Dice va a estar de gira por España?«. Pero obviamente no es así y, después de todo, a estas alturas tampoco me preocupa mucho. Que un balón llame más la atención que un microfono ya pertenece al mundo psicosocial, siendo farragoso e impropio tratarlo en una columna.
La experiencia eurovisiva ya nos acostumbró al fenómeno de globalización en el certamen. Los países ricos, los países «de siempre», los países fundadores veían como nuevos países se arrimaban al escenario eurovisivo y poco a poco hasta parecia que la victoria fuese cosa de solo esos nuevos miembros, países que nadie conocía y cuyo nombre al otro lado del muro sólo inspiraba comunismo y pobreza. Esos nuevos países buscaban a través del festival una ventana a la Europa moderna, al privilegiado club de televisiones europeas, y desde esa ventana, mostrar sus avances, sus logros y su potencial como país renovado.
Un proceso parecido experimenta este año en Sudáfrica. El escenario futbolístico me recuerda a estos diez últimos años en Eurovisión. Algunas viejas potencias europeas con espíritu vencido y en decandencia que dejan paso, quien sabe si por azar o por desmotivación, a nuevos nombres. De igual forma que países como Turquía o Grecia, patito feos de antaño, encontraron la llave en su base musical para escalar puestos en el certamen musical, Japón, pese a no tener una liga nacional de millones de yenes, ha sabido potenciar su selección de fútbol para un mayor alcance en eventos internacionales.
En Eurovisión ya ganaron y siguen quedando arriba Rusia, Ucrania o Serbia, de la misma forma que antes lo hacían «la France» o «United Kingdom», año tras año. En un futuro, es posible que una final de la Copa del Mundo de Fútbol la jueguen Japón y EE.UU. Desterrados los azurri y los bleus, puede que quede la eterna promesa de Portugal, las glorias de antaño holandesa, la ilusión de la roja y la resistencia germana, ésta última premiada como en Eurovisión. España, en su peculiar puente de continentes, quizás despeje su incógnita aprovechando su conexión cultural con Argentina o Brasil, algo más pausible en fútbol que en Eurovisión. Porque no se sabe si será por mercados o la ilusión, pero al menos en fútbol, Latinamérica sigue resistiendo la pujanza de los nuevos países en escena. Eurovisión, ya más abierta, ha vivido esta experiencia y se ha asumido que ya cuaquiera, esto es, cualquier país, puede ganar.
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