Sobre Ucrania. Mezclando Eurovisión y Política

Muchos de los usuarios de esta web no podemos resistir la tentación de dar nuestra opinión en cada noticia que surge acerca de la actualidad eurovisiva en un comentario. 500 caracteres suelen ser más que suficientes para la mayoría de nosotros para dar a conocer nuestra postura acerca de la preselección de un país, en […]
Publicado el día 03 de diciembre de 2020
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Sobre Ucrania. Mezclando Eurovisión y Política

Muchos de los usuarios de esta web no podemos resistir la tentación de dar nuestra opinión en cada noticia que surge acerca de la actualidad eurovisiva en un comentario. 500 caracteres suelen ser más que suficientes para la mayoría de nosotros para dar a conocer nuestra postura acerca de la preselección de un país, en la que ¡oh, sorpresa! no ha salido el que queríamos (valga como ejemplo la mitad de las preselecciones de este año); el lanzamiento de un nuevo trabajo de algunos de los más reseñables artistas que se han personado encima del escenario del mayor concurso musical a nivel mundial; los conciertos previos al festival, tanto los clásicos (Ámsterdam) como los más nuevos (Madrid); los nervios, la emoción, la alegría y la decepción de los resultados del propio festival; la elección de sede del próximo año; y un largo etcétera que no quiero alargar más. Sin embargo, hay un tipo de episodios, el más imprevisible de todos, para el cual a veces 500 caracteres no son de mucha ayuda. Sí, eurofanes, estoy hablando de las polémicas. El salseo, el eurodrama, da igual cómo queráis llamarle: sabéis perfectamente a lo que me refiero. Para esto, prefiero escribir una columna.

Históricamente – quizá el uso de este adverbio sea muy excesivo, pero le da énfasis a lo que voy a decir – nuestra España se ha ganado a pulso el dudoso honor de ser el país rey del eurodrama. (Casi) todos los años damos de qué hablar: 2008, elección del Chiki Chiki por delante de Coral Segovia y La Casa Azul; 2009, Soraya relata su “camino de espinas” (denominación del reportaje de E-S), por no hablar del desastre de la retransmisión de la segunda semifinal, en la que nos correspondía votar; 2010, John Cobra (no es que ganase, pero armó una buena en la preselección); 2014, Ruth Lorenzo se lleva el billete a Eurovisión tras empatar a puntos con Brigitte, a priori la favorita (aunque al final Ruth permanece como una de nuestras representantes más queridas); 2015, desastre con la escenografía; 2016, desastre con la escenografía (bis) y también con la preselección; 2017… esto ya ha dado para muchas columnas; 2018, el supuesto pasado independentista de Alfred y la nostalgia de no ver a Aitana y Ana Guerra pelear contra Netta y Eleni por el micrófono de cristal. Pero no es de España de quien quiero hablar en estas líneas.

Tal y como comencé diciendo en el párrafo anterior, nuestro país ha sido el rey del eurodrama. Hasta que entró en escena un país con un corto pero más que exitoso historial en el festival: Ucrania. Aunque por motivos distintos a los de nuestro país. Desde finales de 2013, su creciente tensión con la vecina madre Rusia ha alcanzado tal gravedad que hasta el festival se ha visto salpicado. Valgan como ejemplo los abucheos a las gemelas Tolmachevy en Copenhague y a Polina en Viena (estos últimos disimulados de pena por unos asquerosos y cutres aplausos enlatados); la victoria de Jamala en 2016 con una canción que recordaba el Sürgünlik de los tártaros de Crimea a manos de la Unión Soviética, por la cual Rusia protestó enérgicamente (no era para menos, teniendo ellos la victoria en la palma de la mano tras ganar el televoto), dándole énfasis al posible tinte político del tema; y la elección al año siguiente, por parte de Rusia, de la malograda Julia Samoylova, la cual no podía pisar suelo ucraniano por haber actuado en Crimea después de la “anexión” rusa de la península, forzando la retirada tardía del anfitrión de la edición de 2009.

He de admitir que hasta los acontecimientos de la final del Vidbir, consideraba a Ucrania como una víctima, un país al que Rusia intentaba echar del festival por todos los medios; de hecho, tenía la idea de que la retirada de Ucrania en 2015 fue por culpa de Rusia. Pero toda mi simpatía hacia el país, en particular hacia Jamala, desapareció la tarde del 23 de febrero. ¿Cómo puede la televisión pública ucraniana (sí, pública, aunque sea en colaboración con una cadena privada) permitir semejante politización de un evento gracias al cual han obtenido una victoria en el festival musical más visto a nivel mundial? Os podéis imaginar la escena en España: “Miki, tengo una pregunta incómoda para ti: ¿Cataluña es España o una nación independiente?” En primer lugar, la que armaríamos nosotros, que ya somos nerviosos per se, y ni qué decir del debate que surgiría tanto a pie de calle como entre las principales fuerzas políticas.  Y es que entre la “pregunta incómoda” de Jamala a MARUV y el chantaje emocional a las gemelas Anna Maria ha sido patético, vergonzoso y humillante, no sólo para las propias artistas, sino para la ganadora de Eurovisión 2016, el presentador y la televisión ucraniana en general, incluso para el país entero.

La situación, sin embargo, es comprensible, y quiero insistir, COMPRENSIBLE, aunque en ningún caso JUSTIFICABLE (sois gente con educación, seguro que entendéis la diferencia): Ucrania está inmersa en una campaña electoral muy tensa, en la que se decide sobre el acercamiento definitivo a Europa o se produce una “reconciliación” con Rusia. Y el gobierno saliente de Petro Poroshenko, claramente de dirección europeísta (por no decir directamente “antirrusa”), quería mantenerse en su línea nacionalista (recuérdese que fue su gobierno el que promulgó la ley que impidió a Julia Samoylova actuar en Eurovisión 2017), para lo cual decidió, con muy mal criterio, servirse de la preselección nacional para Eurovisión, porque claro, en Eurovisión es muy importante el hecho de que el representante de tu país sea fiel a las ideas que defiende el actual gobierno. (Al parecer no le ayudó mucho, pues a la espera de la segunda vuelta de las elecciones, se ha desplomado alrededor de un 60% en el número de votos con respecto a las elecciones de 2014, tras las cuales se proclamó como quinto presidente de la república ucraniana). Quiero decir con esto que hay un contexto determinado para que tales hechos hayan sucedido, y creo necesario conocerlo para entender por qué ha pasado, aunque de nuevo no sirve en ningún caso como justificación para politizar el concurso.

Lo que vino después no fue tan sorpresivo como me esperaba. Después de la victoria de MARUV, la televisión ucraniana impuso unas severas condiciones a la artista que al parecer no tuvo que cumplir MÉLOVIN el año pasado, ante lo cual, con razón, la cantante protestó (a pesar de que estaba dispuesta a aceptar algunas, como correr con los gastos de desplazamiento, un gesto que debería demostrar lo dispuesta que estaba a representar al país) y finalmente decidió declinar la “oportunidad” de asistir a Tel Aviv. Intentando salvar el ridículo de la situación, se lo propusieron a la segunda y tercera clasificadas, Freedom Jazz y KAZKA, ambas rechazando la apuesta, en un gesto de dignidad y de apoyo a la ganadora de la preselección. Y ya después de que Brunettes Shoot Blondes se adelantaran diciendo que rechazarían también cualquier oferta, finalmente Ucrania se retiró oficialmente del festival. Como no podía ser de otra manera.

Ucrania ha cometido un suicidio: uno de los países más exitosos de Eurovisión en la historia reciente del festival, por culpa de las ambiciones políticas de su gobierno, junto con la complicidad de la televisión pública del país, y más grave todavía, de una ganadora del festival, la cual no estuvo exenta de polémica por llevar una canción que habla de un drama histórico, se ha cargado su reputación sin necesidad de que Rusia haya intervenido en la situación.

En mezclar política con Eurovisión, los países del Este siempre han tenido algo que ver. Pero a Ucrania va a ser difícil superarla. Una pena.

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