SEMIFINAL UNO: DE CRIMEAS, ESCENARIOS Y MONETTAS
Unión, pide el lema del festival este año. Que nos unamos. Y eso pese a la situación política actual, marcada por un sangriento conflicto en Ucrania. La organización ya había señalado que su implicación en este fratricidio como institución continental se limitaría a contabilizar los votos provenientes de Crimea como ucranianos. Y punto.
Eurovisión, concurso históricamente poroso a la realidad política del continente pese a sí mismo, no vivió anoche grandes algarabías políticas. Maria Yaremchuck no reivindicó nada, ni siquiera gusto musical. La solista se quedó muda comparada con sus compatriotas de Greenjolly, quienes en 2005 interpretaron ante Europa el himno de la Revolución Naranja. Silente ante los mismos fantasmas con la típica performance ucraniana, el público fue el único en opinar, y lo hizo abucheando la clasificación del par de gemelas adolescentes.
La misión de las rusas era revestir de candor el rostro de la bestia negra europea y conseguir que, de hablar, la prensa solo alabara cómo las hermanas se perdían por un laberinto de espejos en un tontorrón juego de duplicidades, mimo e imitación repetido durante sus tres minutos de gloria. Sin embargo, las autoridades debieron olvidar que cuando uno muestra una doble cara, evidencia que, al menos, una es ominosa.
Más allá, la puesta en escena de las Tolmachevy demostró la grandeza de las producciones rusas, capaces de hacer de una canción cualquiera una apuesta segura para el triunfo. El escenario, con su estructura tan poco zen surcada por esquinas y aristas de recuerdo diamantino, cedió su inusitado potencial a plurales delegaciones hasta convertirse en uno de los protagonistas de la noche.
Las posibilidades del montaje llegaron a su máxima expresión durante el elevadísimo, psicodélico y conceptual interval act, donde la coreografía se concentró en mostrarnos hasta el foso que rodea el proscenio. Antes, la delegación armenia ya había aprovechado sus posibilidades lumínicas envolviendo su desafinada actuación de una estética de videojuego que embelesó al personal. También la sueca Sanna Nielsen, que ofreció una interpretación convincente, se vio arropada por unas candilejas a la altura (además de por el respaldo de quien juega en casa del dear vecino, claro).
En general, todos los participantes presentaron un buen nivel vocal, algo no tan común en las semifinales y menos en la primera. Esto no salvó de la quema a la albanesa Hersi, que contaba con el timbre más peculiar de la noche, ni al belga Axel (sí, su voz, estupenda: el resto, un peñazo).
Entre lo más destacable encontramos los reconocimientos a Holanda, que apostó en firme con dos voces perfectas y alma country, e Islandia, donde si alguien quería calidad, ahí pudo encontrar un pedacito. Más allá de su puesta en escena multicolor y su mensaje concienciado políticamente, Eurovisión reconoció anoche premiando a los isleños el sonido del rock independiente garajero que durante décadas ha alabado la crítica musical.
No nos olvidamos aquí de alabar el mérito de las televisiones de Montenegro y San Marino (países que, juntos, no suman ni la población de Sevilla) por conseguir sendas históricas clasificaciones proponiendo sonidos manidos –la primera- o reiterarando en el error al apostar por alguien con cero telegenia –la segunda-. Decidme que alguien más vio a la Monetta pegándose un lingotazo antes de las votaciones, por favor.
Hungría, precedida por su insigne cubo de Rubik, dejó a deber una puesta en escena algo menos aburrida, mientras que la cantante azerí se mostró mustia, dejando claro que ni ella ni su estilo se corresponde con el cliché de maciza que gusta de enviar la televisión caucásica.
Atrás quedarán los ejercicios de acrosport ochenteros de los estonios, la falta de prejuicios de los simpáticos letones –musicales también, tal vez- y Suzy, que, pese a los ánimos infundidos por Íñigo, no volverá a hacer gala de una actuación portugalísima en términos cromáticos, acústicos y raciales.
Confesaré antes de terminar -por si a alguien le interesa- que todos los años hay una canción que voluntariamente decido reservarme para la noche del estreno, solo por melancolía de aquel tiempo pasado sin Internet, cuando las televisiones emitían a horas intempestivas los videoclips de las canciones y a mí me mandaban a la cama. Este año le toco a Moldavia, y fue una bajona total: inconexa, ruidosa, ni siquiera pretenciosa.
Por último, bravo por TVE dedicando de forma especial su producción más melómana a las entrañas de nuestro festival. Los eurocachitos, rescatados de lo más infame y colocados en un trono tan glorioso, merecen nuestra más humilde postración: sarcasmo sin complejos y autocrítica lejos del partenalismo familiar con el que el relato oficialista de La 1 suele vender sus canciones puertas adentro. Un must see en toda regla.
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