¿LA MÚSICA ES CULTURA?

Hace tiempo los términos popular y democrático se instalaron en nuestra sociedad tecnológica como criterios para aprobar novedades en muchos ámbitos, desde el social al económico, incluido el cultural. Con la aparición de la participación ciudadana vía SMS, la interactividad de internet y la rapidez de las redes sociales, resultaba imposible ignorar, por su repercusión pecuniaria, toda esa […]
Publicado el día 03 de diciembre de 2020
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¿LA MÚSICA ES CULTURA?


Hace tiempo los términos popular y democrático se instalaron en nuestra sociedad tecnológica como criterios para aprobar novedades en muchos ámbitos, desde el social al económico, incluido el cultural. Con la aparición de la participación ciudadana vía SMS, la interactividad de internet y la rapidez de las redes sociales, resultaba imposible ignorar, por su repercusión pecuniaria, toda esa fuerza amplia pero a la vez anónima, indefinible y que sigue muchas veces cauces manipulables.

Tanto se ha llegado a machacar en las bondades de esos nuevos criterios que parece que toda elección alcanzada mediante esos procesos está bendecida contra la crítica. La forma en que ha calado esta tergiversación ha hecho olvidar que ni todo lo popular ni todo lo democrático es necesariamente bueno ni justificable. El arte no es democrático, ¿acaso Pablo Picasso hubiera salido victorioso de alguna Operación Triunfo de pintura de la época? En el otro extremo, el ejemplo de una mujer cuyo único hecho relevante conocido fue  tener una hija con un torero. Por mucha audiencia que reúna y por mucho dinero que amase, es vergonzoso y grosero  que alguien sin mayor mérito ni esfuerzo siga copando espacios de comunicación.

En un ámbito más musical, se podría repasar desde los ventas millonarias de Camela hasta horribles canciones de verano. Y eurovisivamente, nos encontramos con la nefasta preselección de 2008. Que el Chikilicuatre tuviera mucho éxito o fuera muy votado no legitima la validez de su candidatura en términos de calidad. Apenas dio para que los de siempre se llenaran más y mejor los bolsillos, que un cínico presentador venido a menos aumentase su ego y que Europa siguiera pensando lo que piensa de la música en España: aserejé macarena chiqui chiqui.

Recientemente se ha lanzado una acertada campaña por el Ministerio de Cultura en la que se instruye al público que “la música es cultura” y “la música es empleo”. Por fin desde la política se alude y se relacionan estos conceptos, enfatizando algo que tristemente parecía obviarse. Las declaraciones recientes de Alejandro Sanz, un cantautor de aires subidos, en las que alababa las bondades del producto Chikilicuatre sólo deja a relucir la actual baja cultura musical de España. En ningún país europeo tuvo tanto seguimiento el pavo Dustin de Irlanda o el cómico austriaco Alf Poiers como en España, un país donde se critica más el “no saber reírse” que el “no saber pensar”. Debido a cierta tradición, la música siempre se ha relacionado con la fiesta, la farándula y los momentos irrelevantes, y la cultura como algo aburrido, inútil y farragoso. Todo ello ha encasillado al cuarto arte como un simple entretenimiento, una diversión para tontos, como una mera distracción sin valor ni color. La música del verano, esa música que definió la industria musical española hace décadas, se edifica en un contexto en el que la música sólo sirve para tomarse muchas copas en un chiringuito o ligar con la sueca de turno en la plaza del pueblo.

No conozco a nadie que elija un bar por la música que ponen, ni a nadie que defienda que se rebaje el IVA a la música, como con los libros. Nadie se queja de la devastación simplicista que padecen los canales musicales de radiofórmula. Nadie de esa mayoría se molestaría en ir a un concierto de un grupo que no suene en los 40, pero sí auparían al primero que con un estribillo malo les hace una canción graciosa: un limón y medio limón… Aunque quisiéramos una cosa diferente, hoy la música en este país no es cultura, sólo es la banda sonora de la fiesta, la risa y la broma. Triunfan los opás voy a hacer un corral, los que para bailar necesitan una bomba o los de yo no soy superman. Y ahora resulta que esos músicos patrios que un día tuvieron suerte en parámetros comerciales no se inhiben a la hora de exhibir su irrisorio nivel cultural. Y el resto, en vez de reflexionar, le ríen la gracia. Recuerdo en una entrevista a La Oreja de Van Gogh en la que los chicos reconocían ni conocer ni oír a artistas internacionales que actualmente están en la vanguardia de proyectos musicales. Tales confesiones provocan pánico: que un grupo con cierta influencia y altura mainstream ni siquiera se moleste en conocer qué acontece allá fuera de sus fronteras, siendo personas que, a priori, tienen cierta inquietud por la música.

España, por la profundidad y alcance de su idioma y su función histórica y cultural de puente entre continentes, podría abordar su música como pretende reinventar su economía. Una industria sostenible, saludable y de calidad. Podría renovarla, sofisticarla, dotarla de valor añadido. Que en la música pese más la calidad que la cantidad. Pero eso tiene que venir desde todas las direcciones. Desde arriba, mostrando ejemplos innovadores e interesantes por vías mayoritarias, abriendo escaparates en espacios de mayor alcance y tener la suficiente vergüenza y el pudor para no lanzar engendros como el Chikilicuatre o Karmele Marchante al ruedo nacional. Y también desde abajo, un público que aprenda, manifieste y aprecie tener una cultura musical, que la valore y reconozca su valor intrínseco como manifestación artística que repercute en la dignidad y la inteligencia de un país.

Habrá críticas que digan que lo importante es pasárselo bien con la música, opinión que implícitamente corrobora el valor nulo o secundario que como expresión artística le damos constantemente a la música. Otros, reproduciendo los criterios anteriormente expuestos de lo democrático y lo popular como antítesis a lo selecto o erudito, justificarán la validez de esa música que se bailotea y se exporta, sin reflexionar ellos mismos si el salvaconducto de “lo democrático” es aval de su calidad musical. Otros, quizás, reconozcan finalmente que para ellos realmente la música ni es arte ni es valor cultural, y que escuchan lo que le ponen y que sólo ven Eurovisión para ver si se ríen o suena alguna música petarda para ponerse los fines de semana. Con este desolador panorama, me produce miedo cualquiera de las preselecciones internautas que RTVE haga. No por los métodos de la televisión pública, impredecible pero beneficiada por la duda, sino por el propio país donde se juega la preselección. Aún queda mucho terreno que abonar y a veces crece el temor de dejar el poderoso instrumento de la selección musical en manos de un niño caprichoso que llora cuando se le limpia la cara.

 

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